“Los estadounidenses se están preguntando: ¿Por qué nos odian?”. Nueve días después del 11-S, el peor atentado terrorista sobre suelo de Estados Unidos y en general del mundo occidental de la historia reciente, George W. Bush, por entonces presidente de los Estados Unidos, expresaba ante el Congreso el gran debate interno de todos los ciudadanos del país.

Estados Unidos no ha encontrado aún una respuesta precisa a la pregunta. Para Ben Rhodes, asesor en seguridad de Barack Obama, los atentados respondían a un odio a la política exterior estadounidense. Quizá, como escribió Susan Sontag en la revista The New Yorker con las sensaciones todavía a flor de piel, los ataques fueron una “monstruosa dosis de realidad”, una frase que años después se arrepentiría haber escrito y consideraría “defectuosa” por la falta de empatía a las víctimas del horror, pero que sutilmente dejaba entrever que EU había decidido vivir en un mundo paralelo en el que se creía invencible, portador de la verdad más absoluta.

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El país pasó de ser uno dividido, roto, a uno que cerró filas en torno a W. Bush, quien alcanzó una popularidad de 90% y unos poderes inauditos emanados del Congreso. Ese día todo cambió. En los primeros compases la cultura se hizo épica, con odas constantes a los “héroes”, al patriotismo más desenfrenado, a la necesidad de venganza. En las calles, el odio al extranjero, la racialización de musulmanes y todo aquel que lo pareciera empezó una oleada de violencia y desconfianza: los crímenes de odio empezaron los días posteriores al atentado, con varios episodios de tiroteos a comercios regentados por musulmanes, sikhs e hindúes.

En el ideario estadounidense crecía el concepto de que, desde entonces, el enemigo era el musulmán. No ayudó el mensaje ambiguo de los políticos y líderes de opinión, que mientras decían que el “Islam es una religión de paz”, alzaban el hacha de guerra contra países árabes.

Películas y series se alimentaron de esa tendencia, y convirtieron a personajes de rasgos propios de países árabes en los villanos. Uno de los mayores ejemplos, que aparecería 10 años después de los atentados, fue Homeland (2011- 2020), un producto que no se entiende sin el conocimiento de todos los sucesos post 11-S.

La incapacidad de victoria en Afganistán y las mentiras que llevaron a Irak fueron el preludio de todos los exámenes de conciencia que viviría el país. ¿Hasta qué punto iban a aceptar las torturas institucionalizadas, la falta de debido proceso en Guantánamo, la islamofobia galopante? El movimiento contra la guerra crecía y la sensación de que la respuesta a los atentados era un fracaso sin opción de reválida se asentaba.

Los inquilinos de la Casa Blanca se veían obligados a cambiar el rumbo, a la retórica de que el papel de  EU ya no era ser “el policía del mundo”, que su fuerza militar tenía que servir para la protección de la madre patria, enarbolando un discurso patriótico que, en el fondo, no escondía tampoco el temor a un nuevo fracaso.

Y mientras la atención estaba en Medio Oriente, EU no se percataba de que su rol de superpotencia quedaba en entredicho y perdía a pasos agigantados su protagonismo: China, aprovechando el vacío y el error no forzado estadounidense, ganaba terreno y pedía sitio en la mesa del juego geopolítico. Ese coctel de sensación de derrota constante, de miedo al extranjero fueron, para muchos expertos, el caldo de cultivo del triunfo del populista magnate inmobiliario Donald Trump. En su último libro, Reign of Terror, el periodista Spencer Ackerman liga directamente la respuesta al 11-S con el auge de Trump, una figura que al explotar las heridas patrióticas logró así la victoria.

Veinte años después del 11-S, como demuestra toda la reacción a la salida caótica de Afganistán, EU no se ha sacudido la percepción de peligro constante, de objetivo permanente de aquellos que quieren hacerle vivir otra humillación, hurgar en la herida abierta de la caída del pedestal intocable en el que creía estar. Con información de El Universal.