Jacobo e Iván tuvieron en común la falta de oportunidades, familias disfuncionales, la influencia de la narcocultura, drogas y entornos violentos que les arrebataron la infancia.
A los 12 años ambos se convirtieron en sicarios. En el estudio Niños, niñas y adolescentes reclutados por la delincuencia organizada, de Reinserta Un Mexicano A.C., se advierte que la cooptación de niñas, niños y adolescentes por grupos criminales ha ido en aumento y la falta de políticas públicas para combatirlo es caldo de cultivo, junto con la impunidad que gozan quienes involucran a los menores de edad.
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Los menores son un grupo vulnerable que resiente aún más la violencia y padece los estragos de pertenecer a un grupo delictivo, como perder la libertad o morir.
Reinserta entrevistó a 89 adolescentes privados de la libertad, de los cuales 67 fueron miembros activos del crimen organizado en Coahuila, Nuevo León, Tamaulipas, Estado de México, Guerrero, Oaxaca y Quintana Roo.
No sólo de voz reconocen su afiliación, sus cuerpos también hablan por ellos, las siglas de los grupos están en su piel, como las del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), junto con imágenes de lágrimas y la Santa Muerte.
“A los 10 años empecé a trabajar para el cártel, recibía 7 mil pesos quincenales”, narra Iván. Inició como halcón, después fue supervisor, encargado de nómina y de patrullar zonas; realizó secuestros a contrarios, y tras dos meses de entrenamiento, fue sicario.
“A los 11 cometí mi primer asesinato. Era un violador, se lo merecía el bato. Tuve que hacerle de todo junto con dos sicarios más, lo torturamos refeo al güey. Mi vida cambió después de eso”.
Sus actividades como sicario eran “levantar, asesinar, descuartizar y cocinar”. Pasaba días seguidos sin dormir, por su trabajo y las drogas; siempre estaba alerta, a la defensiva y era violento.
Su padre también estaba en el cártel, pero fue asesinado en Tamaulipas. Aquella fue una gran pérdida, sumada a la muerte de su hermano, de 15 años, quien quiso seguir sus pasos.
El estudio realizado por Reinserta revela que la salud mental es un factor crucial para evitar la vinculación con los grupos criminales: “La mayoría de las personas entrevistadas habían presentado alguna experiencia traumática, entre ellas, pérdidas de seres queridos, abandono, negligencia, violencia en la comunidad, abuso físico y/o sexual y violencia doméstica”, comenta Marina Flores, miembro de la organización.
Iván fue detenido por primera vez a los 15 años, después de participar en una balacera en una plaza: “Me agarraron, pero como teníamos acuerdos con los soldados, me soltaron luego”.
Fue detenido por segunda ocasión por asesinar a un hombre y ahora cumple una medida preventiva de tres años.
Para Reinserta hay una asociación entre la edad de deserción escolar y la edad promedio de ingreso a grupos delictivos, sin una diferenciación significativa entre la zona rural o urbana, y son los entornos violentos y con tendencia a actividades delictivas los que impactan en el bienestar de los menores.
El reclutamiento se da por dos formas: por invitación o iniciativa propia. “Ellos dicen que no son forzados, pero sabemos que las situaciones sicosociales sí los obligan, muchos tienen carencias afectivas y cuando llegan al grupo organizado admiran a estos jefes o líderes, volviéndose un referente afectivo”, añade Marina Flores.
Cuando Jacobo ingresó al cártel, sólo fumaba marihuana, pero después probó el cristal y se le hizo una adicción. Lo usaba todo el tiempo, sobre todo después de torturar o secuestrar.
Jacobo cumplió muchos roles en el grupo en el que estaba: “Fui halcón, chofer del patrón, narcomenudista, sicario. Me encargaba de torturar a miembros de cárteles rivales, y una vez que teníamos lo que queríamos, los matábamos, a veces los descuartizábamos o los pozoleábamos”.
Tenía 12 años cuando su vecino, del CJNG, le propuso matar por 30 mil pesos. Fue instruido por exmarinos y policías. Lo mismo que ocurrió con Iván. Fueron testigos de cómo las instituciones de seguridad tienen vínculos con los grupos delictivos.
Saskia Niño de Rivera, cofundadora y presidenta de Reinserta, asegura que el reclutamiento de niños y adolescentes tiene 15 años y “se está fortaleciendo por la ausencia de políticas públicas y de programas puntuales y eficientes que los ayuden.
“Hay una ausencia del reconocimiento de esta realidad problemática. El enfoque tiene que estar en la perspectiva de género, en la victimología, la justicia restaurativa como eje central, así como en la construcción de paz y la solución alternativa a los conflictos. (…) Es poco probable tener una cifra exacta de la problemática, pero lo que sí podemos hacer es detectar los factores de riesgo y empezar a mapear: dónde y quiénes son estos menores en riesgo y desde ahí desarrollar una estrategia integral”, puntualiza. Con información de El Universal.